lunes, 13 de junio de 2016

Dios como metáfora del colectivo humano.

Introducción


“No hay un Dios tan grande en este mundo que no seamos capaces de imaginar”.

Ricardo Meza.

La idea de dios es una idea propia del hombre, no existe otra especie que piense en un dios tal y como lo hacemos nosotros ni que manifieste abiertamente su espiritualidad, a menos que los etólogos en el futuro concluyan que otras especies tienen comportamientos que podrían ser calificados como religiosos. Mientras lo anterior no ocurra, la idea de Dios es una idea antropológica por definición.

Al ser en esencia una idea humana, posiblemente sea el resultado de una evolución ideológica desde tiempos paleolíticos en adelante. Se sabe que el arte rupestre o los entierros en dicha época indicaban un estadio temprano en el desarrollo espiritual humano.



No es la intención de este texto texto hacerse cargo de dicho desarrollo diacrónico, sino que dar una mirada sincrónica enfocándonos en el presente y esbozar un leve atisbo hacia el futuro sobre como entendemos la idea de Dios.

Es menester señalar que en el presente texto se usarán principalmente elementos de la antropología, la historia, la teología, la filosofía y la sociología, aplicando en algunos casos métodos deconstructivos y relecturas hermenéuticas de algunas tradiciones religiosas.

La tesis que este texto pretende instaurar, es que es posible realizar relecturas tanto bíblicas como de la tradición religiosa cristiana occidental que permitan concluir que Dios, la idea de Dios, es una metáfora del colectivo humano. Es decir, que sin caer en el panteísmo, el hombre, su conjunto, se representa a sí mismo en la idea de Dios.

Después de todo, ¿no es el mismo Jesús quien nos dice que “dioses sois”?[1]


¿Qué es Dios?


Una de las preguntas ontológicas por excelencia, que se realiza una vez contestada la primera gran pregunta ontológica: “¿Hay Dios?”. Para nuestros fines metodológicos diremos que esa primera gran pregunta tiene una respuesta afirmativa y con ello saltaremos a contestar directamente la pregunta que encabeza este apartado, sin que ello implique caer en errores apriorísticos o en una petición de principio.

Primero que todo estableceremos que hay tantas concepciones de “Dios” posibles como seres humanos que piensen en ello; a lo largo de la historia, las ideas sobre cómo es concebido lo divino no solo han cambiado siguiendo los patrones culturales de las civilizaciones que han reflexionado sobre ello, como la vinculación <<Dios-rey>> del mundo mediterráneo, tan evidente en el Egipto faraónico o en el Imperio Romano, donde sus regentes eran proclamados como “Hijos de Dios”[2] tras su muerte. Sin duda un discurso de legitimación política, o lo que es lo mismo, el uso social de la idea de Dios.

Cicerón pensaba que “es la propia naturaleza quien ha grabado en la mente del hombre la idea de Dios”, por lo que parece natural que el hombre perciba un Dios sobre todas las cosas, a pesar de lo que diga el positivismo del siglo XIX, movimiento que indicaba lo contrario: “El hombre es naturalmente ateo, y la creencia en Dios es de origen cultural”. Frazer parece darle la razón a la intuición del gran escritor romano a quien menciono en el inicio de este párrafo, cuando describe que: “la magia ha precedido a la religión, comprobándose inductivamente mediante la constatación de que entre los nativos de Australia, los salvajes más rudos de que tengamos noticia, se use generalmente la magia; mientras que una religión, en el sentido de una propiciación u obtención de auxilio de poderes superiores, parece casi desconocida[3]. En ese sentido, la actitud mágica remite probablemente a los repliegues sicológicos conscientes e inconscientes, más recónditos del ser humano: su búsqueda narcisista de seguridad que lo lleva a pretender ser “omnipotente”, imponiendo así su propio deseo a la realidad.[4] [5]



Una de las primeras concepciones de Dios que influye sobre el pensamiento cristiano tardío es el pensamiento aristotélico. Aristóteles planteaba que debía haber un ser de naturaleza intelectual que fuese la causa última del universo, a quien llamó “Το Θείον (To Theion), que era definido como “el primer motor inmóvil” del movimiento del universo. Santo Tomás de Aquino, recoge el pensamiento aristotélico en la primera de sus “Cinco vías” al afirmar qué: «[...] En este mundo hay movimiento. Y todo lo que se mueve es movido por otro. [...] Igualmente, es imposible que algo mueva y sea movido al mismo tiempo, o que se mueva a sí mismo. Todo lo que se mueve necesita ser movido por otro. Pero si lo que es movido por otro se mueve, necesita ser movido por otro, y éste por otro. Este proceder no se puede llevar indefinidamente, porque no se llegaría al primero que mueve, y así no habría motor alguno pues los motores intermedios no mueven más que por ser movidos por el primer motor. [...]. Por lo tanto, es necesario llegar a aquel primer motor al que nadie mueve. En éste, todos reconocen a Dios.»[6]. Para Tomás ese motor inmóvil era una causa eficiente para explicar a Dios en su tiempo, aunque a nuestros ojos parezca una falacia ad consequentiam (“Dios debe existir porque el mundo existe”).

Otra forma de entender la idea de Dios que ha influenciado al cristianismo tardío, es la manera en que Plotino concebía al Uno Inefable. “Lo Uno” (to hén) es el nivel supranoético de la realidad, Luego, el primero la Νους (Nous, o Inteligencia), es el primer grado ontológico en el que se estructura la realidad cuya actividad constitutiva es la noésis. De la autocontemplación de la Inteligencia procede el Alma (ψυχή, psykhé) nivel dianoético, segundo grado ontológico en el que se estructura la realidad. Y del Alma, como replicación de sí misma, surgen las formas que reproducen lo sensible, y produce además como soporte de esas formas, la materia, último escalón de la realidad[7]. Esta forma de entender lo divino influye particularmente en San Agustín y es redescubierto y elevado por sobre el pensamiento tomista tras la Reforma protestante por dicho movimiento. Nótese su similitud con la doctrina de la Trinidad cristiana donde cada una de las emanaciones (hipóstasis) de Lo Uno tiene su equivalente con el Dios Uno y Trino del cristianismo.

Lo que tienen en común la forma de entender lo divino tanto el hombre primitivo al que alude Frazer como a las elaboradas concepciones teológicas del cristianismo cuando incorpora en su acervo a la filosofía griega, es que son interpretaciones bajo el prisma de la cultura y de la realidad fáctica. La idea de Dios, es la respuesta que el hombre da a su propia fragilidad y su anhelo de trascendencia. Es su proyección narcisista y antropológica (Feuerbach), es su “Súper yo” social.


La relación entre Dios y el hombre.


En el Antiguo Testamento, la relación entre Dios y el hombre conlleva una alteridad radical entre ambos. El hombre no es Dios, no puede aspirar a ser como él, ni siquiera puede acercársele, menos mirarlo. Es tan marcada la separación entre hombre y Dios, que ni siquiera el hombre puede fabricarse una imagen de su dios para adorarlo (Libro del Éxodo).

Es tan marcada la diferencia, que la concepción hebrea de lo divino está cruzada axialmente por una palabra única, y propia de su imaginario cultural en relación a lo cultual. Y esta palabra que caracteriza a Dios es exclusiva ya que no viene de otras esferas de la vida social hebrea (como “Gloria” o “Celos” que también se usan como características de Dios), sino que es propia del sistema cúltico y religioso del mundo judío: “La santidad”. Dios es santo (qdsh), y significa literalmente “apartado”. Dios es inalcanzable, porque está lejos del hombre, es incomparable a otros dioses y no puede ser contaminado por realidades profanas o impuras, es decir, por el hombre[8].

Todo el sistema religioso hebreo se basaba en dicha separación. Incluso el sistema social se construía desde la base donde los más “santos”, es decir, los más cercanos a Dios, eran socialmente preponderantes por sobre los menos “santos” o aquellos que estaban más lejos de Dios, y esto es de vital importancia ya que incluso influye en la arquitectura de sus edificios públicos como el del Templo de Jerusalén. La religión judía, es decir, su manera de abordar su vinculación con Dios, se transformaba de esta manera en un aparato ideológico de control social. Dicho sistema se denomina “Puro e impuro” y está regido por el llamado “Código de santidad” del libro del Levítico[9].



En la cúspide de la pirámide social hebrea, se encontraba el Sumo Sacerdote, quien era el único que podía entrar al recinto más santo del Templo (el “Sancta Sanctorum”, lugar donde habitaba literalmente “la presencia de Dios”) y ofrecer los sacrificios más importantes, y por lo tanto era la persona que estaba más cerca de Dios y el más puro de los hombres. Su persona era sagrada, sus órdenes eran sagradas y hasta sus vestidos eran sagrados[10].

Luego venían los sacerdotes  quienes estaban divididos en el alto y bajo clero, y los levitas. La primera categoría sacerdotal vivía en Jerusalén y participaban activamente en los oficios religiosos y en la ofrenda de los sacrificios. Debían cumplir largos ritos de purificación, debido a las impurezas contraídas en su contacto cotidiano con personas impuras. El bajo clero, oficiaba de matarife en el sistema de sacrificios en el Templo, y venían de otras ciudades. Los levitas estaban al cuidado de la ropa de los sacerdotes, del agua para la purificación y oficiaban de porteros y cantores[11].

Los “observantes de la ley” eran laicos que intentaban cumplir con todas las normas para conservarse puros, entre estos destaca el grupo de los fariseos.

Y por último, en el escalón más bajo de la sociedad judía, estaba el “pueblo de la tierra”, que eran todos aquellos habitantes judíos de Palestina considerados impuros. Como los analfabetos, los cobradores de impuestos, las prostitutas, los que contraían alguna enfermedad impura (leprosos) y otros[12].

En resumen, la relación con Dios era una metáfora para referirse a como la sociedad se relacionaba entre sí. Dios era una idea que justificaba el sistema de castas existentes en la sociedad judía, los privilegios de unos y los abusos cometidos a los otros, y que pervivió por mucho tiempo incluso tras la caída del Imperio romano y en algunos casos hasta hoy.

La encarnación.



La doctrina de la encarnación, el cristianismo la definió en el Concilio Ecuménico de Calcedonia en el 451 de nuestra era. Calcedonia era una ciudad que estaba bastante cerca de la capital del Imperio Romano de la época, Constantinopla, por lo que estaba a paso de caballo de la residencia imperial.

Los concilios en esta época, desde que Constantino convocara el de Nicea en el 325, se hacían bajo tutelaje imperial, es decir, con los ejércitos imperiales reunidos cerca (muy cerca) del sínodo de obispos, y con la obligación de llegar a algún acuerdo rápido[13].

Como se indicó anteriormente, la doctrina cristiana de la encarnación queda zanjada en Calcedonia en el 451 de nuestra era, y con ello se define uno de los más grandes dogmas de los cristianos, aceptados por las diferentes iglesias católicas (ortodoxas, romanas), protestantes (luteranas, calvinistas, bautistas, anglicanas) y evangélicas (pentecostales, neopentecostales, etc.) a lo largo de la historia.

La doctrina de la encarnación, básicamente consiste en que Dios se hizo hombre. Sí, el mismo Dios que en el capítulo anterior estaba apartado del hombre en una relación de alteridad radical, ahora se vuelve uno de nosotros.



Pero lo que no intuyeron los obispos de Calcedonia ni las generaciones de cristianos posteriores son las implicancias teológicas de la doctrina de la encarnación bajo otros paradigmas filosóficos (como el de la posmodernidad, por ejemplo).

“La doctrina cristiana, al hablar de encarnación, habla de un dios que se hace hombre, y que se hace hombre por el hombre, da a éste una idea que confina con la de Dios: tocar al hombre es tocar a Dios. Por la idea de la encarnación, el cristianismo da la idea de que el hombre merece la misma atención que merece Dios, e incluso mayor: el hombre, ser amenazado, siempre corre el riesgo de perderse. Dios no”[14].

En el párrafo anterior, el teólogo y filósofo jesuita Adolphe Gesché deconstruye la doctrina de la encarnación resignificándola a extremos tales en que la alteridad radical del Antiguo Testamento queda diluida a tal punto que termina por desaparecer. Dios al hacerse hombre, lo diviniza y lo vuelve un dios. El cristianismo de la encarnación desarrolla lo que se puede designar como una “antropología teologal” donde el hombre ocupa la posición central, ya que la grandeza de Dios es ahora la grandeza del hombre.

Con la encarnación, la relación Dios-hombre cambió radicalmente. Ya no existe esa separación omnímoda del Antiguo Testamento, sino que una relación dialéctica. Tanto Dios como el hombre se “intersignifican”. En el monoteísmo no hay espacio para otros dioses, pero si queda espacio para el hombre quien se convierte en el “otro de Dios” y Dios es el “otro del hombre”. Esta relación no es como la de Lo Uno de Plotino o del Motor Inmóvil Aristotélico que ignoran al hombre, sino que Dios es Dios porque no es hombre, y el hombre es hombre porque no es Dios, y que por osmosis, ambas naturalezas se mezclan en la doctrina de la encarnación.

Cuando en el Nuevo Testamento, se dice la frase “Ecce homo” (“Aquí está el hombre”), es a Dios a quien se ve. Sobre lo anterior, ya en la Antigua Grecia como por ejemplo en la Teogonía se asociaba la piedad (ευσέβεια) para con los dioses con la justicia (diké) como si el respeto para con los dioses tuviera que ir a la par con la justicia para con los hombres [15].
 
 
La resurrección.

Al morir Jesús en la cruz, el cristianismo narrativamente asesina a su dios. Es por ello que es correcto afirmar que el cristianismo es la religión de la muerte de Dios, al menos desde lo estrictamente literario, claro.

Y también el cristianismo luego de matar a su dios, lo resucita. Así al menos indica el credo apostólico, oficial en todas las iglesias que declaran ser fieles a la biblia y a los 7 concilios ecuménicos, es decir, las iglesias católicas y protestantes históricas que reclaman sucesión apostólica.



Pero, ¿qué es la resurrección?, desde un punto de vista naturalista es algo que no ocurre, nunca ha ocurrido, y probablemente nunca ocurra. Además, sólo los evangelios relatan dicho evento y sabemos que no son una fuente historiográfica confiable según nuestros criterios de la Historia.

Sin embargo, la resurrección configura la fe de millones de personas no solo de nuestra época sino durante casi dos milenios.

Jesús fue un ejecutado político por Roma, al haberse declarado “Rey de los judíos”. Al menos es lo que indican los escasos datos de los evangelios que podrían considerarse “históricos”, tales como el hecho de haber sido crucificado o el llamado “Titulus”, que fue el cartel que colgaba en la cruz y que indicaba el motivo de su ejecución. Además, una semana antes de su muerte, los evangelios indican que Jesús hizo una entrada triunfal en Jerusalén[16] y atacó el sistema de sacrificios adosado al Templo, de los cuales sus dirigentes obtenían grandes ganancias económicas.

El castigo de la cruz, se reservaba para aquellos enemigos de Roma, para los esclavos, para los libertos de las provincias, para aquellos a quienes se quería humillar, ya que la ejecución era pública. Se desnudaba a la víctima para humillarla aun más. El cadáver por lo general se dejaba en la cruz para que fuera devorado por los buitres o se arrojaba a una fosa común donde los perros y animales salvajes hacían lo suyo, y en el caso de Jesús, es muy probable que eso último sea lo que haya ocurrido.

Y Dios resucita a ese sedicioso contra el poder imperial de Roma según el relato de los evangelios. Por ello el teólogo Xabier Pikaza escribe que: “La resurrección de Jesús no es un acontecimiento privado, sino el comienzo de una historia de resurrección que comienza en las fosas comunes y en los cementerios sin gloria ni nombre de los expulsados de la historia humana, de los que mueren de hambre injusta o de injusticia del sistema, sin que nadie les entierre dignamente[17]. Y luego agrega que: “Dios trasforma la muerte del justo en victoria de Vida. Desde ese fondo puede leerse el relato simbólico de Mt 28, 1-4 que evoca la acción definitiva de Dios, que ha empezado a romper las tumbas de la vieja historia de muerte, para ofrecer de esa manera una esperanza a los crucificados y muertos de la historia (cf. Mt 27, 51-53). Es muy difícil asegurar lo qué pasó físicamente con su cadáver, pero, según la tradición que hemos evocado, Jesús «bajó a los infiernos», entró hasta el fin en el reino de la podredumbre y muerte, para iniciar desde allí un camino de pascua (cf. 1 Pedro 3, 18-22). Histórica y teológicamente, lo que importa no es una desaparición físico-biológica de su cadáver, sino la experiencia de vida y presencia de Jesús entre sus seguidores. Por eso, cuando los textos evangélicos a partir de Marcos 15, 42-16,  hablan de una tumba honorable del Mesías, no están hablando de un hecho físico, sino de un misterio de fe: Dios mismo ha recogido a Jesús desde el abismo de la muerte, en la que ha penetrado, siendo enterrado con los crucificados y expulsados de la historia. El santo entierro de Jesús es el entierro de los muertos sin nombre, arrojados día a día al pudridero de las cunetas de la historia”.

La resurrección, desde un objetivo teleológico, no quiere contarnos la historia de un cadáver reanimado, sino que nos quiere contar la historia de un hombre que ha muerto, y que no ha muerto en vano. Que es un hombre justo y que Dios se encarnó en él, y Dios murió con él, y Dios lo resucitó, y con él resucitan todos aquellos marginados y olvidados, aquellos que son oprimidos y tratados injustamente, los pobres a merced de los poderosos. El mensaje de Dios en el relato de la resurrección es evidente: “Yo soy el Dios de los que sufren, y ellos serán conmigo”. Es Dios haciéndose uno con el hombre.

  
Conclusión


Dios existe, al menos desde el lenguaje y como tal, configura las experiencias de los creyentes en lo que ellos llaman “fe” y sus creencias como tales tienen consecuencias en su psiquis y en su vida cotidiana.

La idea de Dios es metafórica, es un símbolo que necesita ser resignificado permanentemente y actualizado. Desde la idea premoderna teísta hasta concepciones posmodernas actuales, el hombre requiere darle sentido existencial a la idea de Dios. ¿Para qué me sirve Dios? Parece ser la pregunta que la modernidad planteó al crear el mito hegeliano del progreso ilimitado, que sabemos cayó en descrédito tras la posguerra. Pues es la posmodernidad la que se hace cargo, no solo de responder las interrogantes que la modernidad provocó en su declive, sino que también de rescatar los símbolos y mitos arquetípicos del pasado y traerlos a nuestro presente dándoles un enfoque hermenéutico distinto que nos permita siempre mantener los intentos interpretativos abiertos y nunca clausurarlos con una interpretación única, cerrada y definitiva; de mantener “vivo el sentido”.

Permanentemente el hombre hace relecturas de sus mitos, de su concepción de la existencia y de su idea de Dios. En nuestro caso, sabemos hoy que la idea de Dios, y con ello nuestros mitos, la construimos desde nuestros contextos sociales y culturales de pertenencia, con el fin de hacerlas pertinentes y relevantes a nuestra existencia. Resignificar a Dios desde el colectivo humano, pero no a cualquier colectivo humano, sino como apunta el párrafo final del apartado anterior, los necesitados y oprimidos, es hacer justicia a toda una tradición bíblica y teológica que nace con el Éxodo, cuando Moisés es enviado a rescatar de las garras del faraón a los esclavos hebreos. Es el Dios de los pobres, de los excluidos quien toma parte activa por ellos, identificándose a tal punto, que se convirtió en uno y murió como uno. Darle un sentido colectivo a la idea de Dios, es a la vez un acto revolucionario en el Occidente actual, donde el individualismo salvaje impera en todas las áreas de la vida, incluso las teologías evangélicas han llegado a hablar de un “dios personal”. El mensaje de Jesús (evangelio), tal como decía José Severino Croatto, es contracultural, ya que hablar de Dios como metáfora  de los marginados del sistema es ir en contra de todas las ideologías políticas, económicas, filosóficas e incluso teológicas existentes, y que son funcionales a los poderosos de turno.



Resignificar a Dios desde el colectivo humano, es hacer teología desde nuestra propia insuficiencia, desde nuestra fragilidad, y por sobre todo, desde nuestra angustia. Y es por esta razón que el horizonte de significación de la idea de Dios es cultural, histórico, subjetivo, y por lo tanto, totalmente falible.
Quiero cerrar con parte de un texto que fue publicado en marzo de 2015 en un blog de Internet denominado “Religiosidad y política” cuyo autor es quien escribe, y que en otro lenguaje, grafica el grado de proximidad e identificación que el mismo texto bíblico realiza sobre la relación Dios-Hombre, ponga especial atención al texto en negrita.

En cambio, el capítulo 25 del evangelio de Mateo, que es el contexto inmediatamente posterior, nos sitúa tres parábolas en orden (en estricto rigor son dos, ya que la primera de las tres parábolas es parte del capítulo 24), pero es el realmente importante de dicha unidad literaria, el capítulo 24 es una introducción, y el capítulo 25 contiene el desarrollo y desenlace:

-          El criado fiel y el criado infiel (Mt 24: 45-51)
-          La parábola de las diez muchachas (Mt 25: 1-13)
-          La parábola del dinero (Mt 25: 14-30)

Las tres parábolas tienen el mismo esquema, coloca en posición de oposición a dos personas o grupos de personas, con una misión específica, y que deben cumplirla a la espera de alguien que llegará que tiene autoridad sobre ellos. Una de los grupos de personas cumple con lo encomendado, y el otro grupo no; el grupo que cumple es recompensado y el grupo que no, es castigado.

Hasta ahí todo bien, los que cumplen son recompensados (los buenos), pero los que no cumplen (los malos), son castigados, nada de qué sorprendernos.

Pero la perícopa siguiente rompe todo, llamada “el juicio a las naciones” (Mt 25: 31-46), esta perícopa nos muestra la clásica imagen del juicio cuando se separan a buenos y malos. Ahora, los buenos y malos siendo separados para recompensa y castigo, las “ovejas y las cabras”.

Las ovejas son puestas a la derecha y el Rey les dice lo siguiente:

Pues tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; anduve como forastero, y me dieron alojamiento. Estuve sin ropa, y ustedes me la dieron; estuve enfermo, y me visitaron; estuve en la cárcel, y vinieron a verme.

Y las ovejas (en el texto son llamados “los justos”) se sorprenden, porque no tienen conciencia de haber hecho lo que el Rey les dice. El Rey apela a la humanidad con que actuaron para con el prójimo, y les indica explícitamente que ese es el motivo por el cual son “salvos”. Aquí el texto no nos dice que las ovejas (los buenos) hayan sido quienes cumplían al pie de la letra con los preceptos religiosos, solo nos informa que son los que actuaron con humanidad.

Dicho esto, el Rey se acerca a las “cabras”. Estas cabras no son gente mala, de hecho dentro de las cabras, hay gente muy religiosa que diezmó sagradamente, que cumplió todos los preceptos de su fe, que iba a su congregación y participaban activamente de ella. Pero el Rey les dice que son castigados, no por no haber cumplido los preceptos religiosos, sino por su falta de humanidad.

Como en las tres parábolas anteriores a este cierre, la gente hace o no hace lo que se espera de ellos. Es muy probable que el criado fiel, que el de los diez mil talentos, o algunas de las 5 vírgenes previsoras hayan estado dentro de las “cabras”. No basta con hacer lo que se espera de nosotros, simplemente basta con actuar con humanidad ante las situaciones de injusticia.


Las ovejas no fueron salvas por ser religiosas, fueron salvas porque actuaron con amor, asistieron a su prójimo, y acompañaron a su prójimo.


Usted puede ser muy religioso, no faltar ningún domingo a su iglesia, diezmar siempre, pero si no tiene amor por el prójimo, y no actúa con humanidad, se va a quedar con las cabras. La característica de las ovejas fue el amor y humanidad, no su religiosidad [18]”.







[1] Juan 10:34
[2] Tácito, Ann. IV, 37–38 y 55–56
[3] Frazer, Totemism and exogamy, Londres, 1910, vol. I, p. 141
[4] Bentué, Dios y dioses, Santiago, 2004, p. 26.
[5] Freud definía el narcisismo como “omnipotencia deseo”, cf., por ejemplo, Animismo, magia y omnipotencia de las ideas, Madrid, 1967, Obras completas, vol II, p. 551 y ss.
[6] Summa theologiae, Tomás de Aquino.
[7] Plotino, Eneadas, textos esenciales, Buenos Aires, 2007, p. 28 y ss.
[8] Brueggeman, Teología del Antiguo Testamento, Salamanca, 2007, páginas 312 y ss.
[9] Martins, Historia del Pueblo de Dios, p. 169
[10] Martins, Historia del Pueblo de Dios, p. 171-172
[11] Martins, Historia del Pueblo de Dios, p. 173
[12] Martins, Historia del Pueblo de Dios, p. 173
[13] MacCullogh, A history of Christianity, 2009, p.247 y ss.
[14] Gesché, La Paradoja del cristianismo (Dios entre paréntesis), Salamanca 2011. P. 55
[15] Bruit-Zaidman, “Le commerce des dieux, Eusebeia, essai sur la pieté en Grece ancienne”, Paris, 2001
[16] José Antonio Pagola  en “Jesús, Aproximación histórica” establece la posibilidad de que la entrada de Jesús en un asno sea una sátira a las entradas triunfales que hacen los funcionarios romanos a las ciudades, montados a caballo y recibiendo honores. P. 369 y 370.
[17] http://2006.atrio.org/?p=176
[18] http://blogdericardomeza.blogspot.cl/2015/03/las-ovejas-y-las-cabras.html