Introducción
“No hay un Dios tan grande en este mundo que no
seamos capaces de imaginar”.
Ricardo
Meza.
La idea de dios es una idea propia del hombre, no
existe otra especie que piense en un dios tal y como lo hacemos nosotros ni que
manifieste abiertamente su espiritualidad, a menos que los etólogos en el
futuro concluyan que otras especies tienen comportamientos que podrían ser
calificados como religiosos. Mientras lo anterior no ocurra, la idea de Dios es
una idea antropológica por definición.
Al ser en esencia una idea humana, posiblemente sea
el resultado de una evolución ideológica desde tiempos paleolíticos en
adelante. Se sabe que el arte rupestre o los entierros en dicha época indicaban
un estadio temprano en el desarrollo espiritual humano.
No es la intención de este texto texto hacerse cargo
de dicho desarrollo diacrónico, sino que dar una mirada sincrónica enfocándonos
en el presente y esbozar un leve atisbo hacia el futuro sobre como entendemos
la idea de Dios.
Es menester señalar que en el presente texto se
usarán principalmente elementos de la antropología, la historia, la teología,
la filosofía y la sociología, aplicando en algunos casos métodos
deconstructivos y relecturas hermenéuticas de algunas tradiciones religiosas.
La tesis que este texto pretende instaurar, es que
es posible realizar relecturas tanto bíblicas como de la tradición religiosa
cristiana occidental que permitan concluir que Dios, la idea de Dios, es una
metáfora del colectivo humano. Es decir, que sin caer en el panteísmo, el
hombre, su conjunto, se representa a sí mismo en la idea de Dios.
Después de todo, ¿no es el mismo Jesús quien nos
dice que “dioses sois”?[1]
¿Qué
es Dios?
Una de las preguntas ontológicas por excelencia, que
se realiza una vez contestada la primera gran pregunta ontológica: “¿Hay
Dios?”. Para nuestros fines metodológicos diremos que esa primera gran pregunta
tiene una respuesta afirmativa y con ello saltaremos a contestar directamente
la pregunta que encabeza este apartado, sin que ello implique caer en errores
apriorísticos o en una petición de principio.
Primero que todo estableceremos que hay tantas
concepciones de “Dios” posibles como seres humanos que piensen en ello; a lo
largo de la historia, las ideas sobre cómo es concebido lo divino no solo han
cambiado siguiendo los patrones culturales de las civilizaciones que han
reflexionado sobre ello, como la vinculación <<Dios-rey>> del mundo
mediterráneo, tan evidente en el Egipto faraónico o en el Imperio Romano, donde
sus regentes eran proclamados como “Hijos de Dios”[2]
tras su muerte. Sin duda un discurso de legitimación política, o lo que es lo
mismo, el uso social de la idea de Dios.
Cicerón pensaba que “es la propia naturaleza quien
ha grabado en la mente del hombre la idea de Dios”, por lo que parece natural
que el hombre perciba un Dios sobre todas las cosas, a pesar de lo que diga el
positivismo del siglo XIX, movimiento que indicaba lo contrario: “El hombre es
naturalmente ateo, y la creencia en Dios es de origen cultural”. Frazer parece
darle la razón a la intuición del gran escritor romano a quien menciono en el
inicio de este párrafo, cuando describe que: “la magia ha precedido a la religión, comprobándose inductivamente
mediante la constatación de que entre los nativos de Australia, los salvajes
más rudos de que tengamos noticia, se use generalmente la magia; mientras que
una religión, en el sentido de una propiciación u obtención de auxilio de
poderes superiores, parece casi desconocida”[3].
En ese sentido, la actitud mágica remite probablemente a los repliegues
sicológicos conscientes e inconscientes, más recónditos del ser humano: su
búsqueda narcisista de seguridad que lo lleva a pretender ser “omnipotente”,
imponiendo así su propio deseo a la realidad.[4] [5]
Una de las primeras concepciones de Dios que influye
sobre el pensamiento cristiano tardío es el pensamiento aristotélico.
Aristóteles planteaba que debía haber un ser de naturaleza intelectual que
fuese la causa última del universo, a quien llamó “Το Θείον” (To Theion), que era
definido como “el primer motor inmóvil” del movimiento del universo. Santo
Tomás de Aquino, recoge el pensamiento aristotélico en la primera de sus “Cinco
vías” al afirmar qué: «[...] En este
mundo hay movimiento. Y todo lo que se mueve es movido por otro. [...]
Igualmente, es imposible que algo mueva y sea movido al mismo tiempo, o que se
mueva a sí mismo. Todo lo que se mueve necesita ser movido por otro. Pero si lo
que es movido por otro se mueve, necesita ser movido por otro, y éste por otro.
Este proceder no se puede llevar indefinidamente, porque no se llegaría al
primero que mueve, y así no habría motor alguno pues los motores intermedios no
mueven más que por ser movidos por el primer motor. [...]. Por lo tanto, es
necesario llegar a aquel primer motor al que nadie mueve. En éste, todos
reconocen a Dios.»[6].
Para Tomás ese motor inmóvil era una causa eficiente para explicar a Dios en su
tiempo, aunque a nuestros ojos parezca una falacia ad consequentiam (“Dios debe
existir porque el mundo existe”).
Otra forma de entender la idea de Dios que ha
influenciado al cristianismo tardío, es la manera en que Plotino concebía al
Uno Inefable. “Lo Uno” (to hén) es el nivel supranoético de la realidad, Luego,
el primero la Νους (Nous, o Inteligencia), es el primer grado ontológico en el
que se estructura la realidad cuya actividad constitutiva es la noésis. De la
autocontemplación de la Inteligencia procede el Alma (ψυχή, psykhé) nivel
dianoético, segundo grado ontológico en el que se estructura la realidad. Y del
Alma, como replicación de sí misma, surgen las formas que reproducen lo
sensible, y produce además como soporte de esas formas, la materia, último
escalón de la realidad[7]. Esta forma de entender lo divino influye particularmente en San
Agustín y es redescubierto y elevado por sobre el pensamiento tomista tras la
Reforma protestante por dicho movimiento. Nótese su similitud con la doctrina
de la Trinidad cristiana donde cada una de las emanaciones (hipóstasis) de Lo
Uno tiene su equivalente con el Dios Uno y Trino del cristianismo.
Lo que tienen en común la forma de entender lo
divino tanto el hombre primitivo al que alude Frazer como a las elaboradas
concepciones teológicas del cristianismo cuando incorpora en su acervo a la
filosofía griega, es que son interpretaciones bajo el prisma de la cultura y de
la realidad fáctica. La idea de Dios, es la respuesta que el hombre da a su
propia fragilidad y su anhelo de trascendencia. Es su proyección narcisista y
antropológica (Feuerbach), es su “Súper yo” social.
La relación entre Dios y el hombre.
En el Antiguo Testamento, la relación entre Dios y
el hombre conlleva una alteridad radical entre ambos. El hombre no es Dios, no
puede aspirar a ser como él, ni siquiera puede acercársele, menos mirarlo. Es
tan marcada la separación entre hombre y Dios, que ni siquiera el hombre puede
fabricarse una imagen de su dios para adorarlo (Libro del Éxodo).
Es tan marcada la diferencia, que la concepción
hebrea de lo divino está cruzada axialmente por una palabra única, y propia de
su imaginario cultural en relación a lo cultual. Y esta palabra que caracteriza
a Dios es exclusiva ya que no viene de otras esferas de la vida social hebrea
(como “Gloria” o “Celos” que también se usan como características de Dios),
sino que es propia del sistema cúltico y religioso del mundo judío: “La santidad”.
Dios es santo (qdsh), y significa literalmente “apartado”. Dios es
inalcanzable, porque está lejos del hombre, es incomparable a otros dioses y no
puede ser contaminado por realidades profanas o impuras, es decir, por el
hombre[8].
Todo el sistema religioso hebreo se basaba en dicha
separación. Incluso el sistema social se construía desde la base donde los más
“santos”, es decir, los más cercanos a Dios, eran socialmente preponderantes
por sobre los menos “santos” o aquellos que estaban más lejos de Dios, y esto
es de vital importancia ya que incluso influye en la arquitectura de sus
edificios públicos como el del Templo de Jerusalén. La religión judía, es
decir, su manera de abordar su vinculación con Dios, se transformaba de esta manera
en un aparato ideológico de control social. Dicho sistema se denomina “Puro e
impuro” y está regido por el llamado “Código de santidad” del libro del
Levítico[9].
En la cúspide de la pirámide social hebrea, se
encontraba el Sumo Sacerdote, quien era el único que podía entrar al recinto más
santo del Templo (el “Sancta Sanctorum”, lugar donde habitaba literalmente “la
presencia de Dios”) y ofrecer los sacrificios más importantes, y por lo tanto
era la persona que estaba más cerca de Dios y el más puro de los hombres. Su
persona era sagrada, sus órdenes eran sagradas y hasta sus vestidos eran
sagrados[10].
Luego venían los sacerdotes quienes estaban divididos en el alto y bajo
clero, y los levitas. La primera categoría sacerdotal vivía en Jerusalén y
participaban activamente en los oficios religiosos y en la ofrenda de los
sacrificios. Debían cumplir largos ritos de purificación, debido a las
impurezas contraídas en su contacto cotidiano con personas impuras. El bajo
clero, oficiaba de matarife en el sistema de sacrificios en el Templo, y venían
de otras ciudades. Los levitas estaban al cuidado de la ropa de los sacerdotes,
del agua para la purificación y oficiaban de porteros y cantores[11].
Los “observantes de la ley” eran laicos que
intentaban cumplir con todas las normas para conservarse puros, entre estos
destaca el grupo de los fariseos.
Y por último, en el escalón más bajo de la sociedad
judía, estaba el “pueblo de la tierra”, que eran todos aquellos habitantes
judíos de Palestina considerados impuros. Como los analfabetos, los cobradores
de impuestos, las prostitutas, los que contraían alguna enfermedad impura
(leprosos) y otros[12].
En resumen, la relación con Dios era una metáfora
para referirse a como la sociedad se relacionaba entre sí. Dios era una idea
que justificaba el sistema de castas existentes en la sociedad judía, los
privilegios de unos y los abusos cometidos a los otros, y que pervivió por
mucho tiempo incluso tras la caída del Imperio romano y en algunos casos hasta
hoy.
La encarnación.
La doctrina de la
encarnación, el cristianismo la definió en el Concilio Ecuménico de Calcedonia
en el 451 de nuestra era. Calcedonia era una ciudad que estaba bastante cerca
de la capital del Imperio Romano de la época, Constantinopla, por lo que estaba
a paso de caballo de la residencia imperial.
Los concilios en esta
época, desde que Constantino convocara el de Nicea en el 325, se hacían bajo
tutelaje imperial, es decir, con los ejércitos imperiales reunidos cerca (muy
cerca) del sínodo de obispos, y con la obligación de llegar a algún acuerdo
rápido[13].
Como se indicó
anteriormente, la doctrina cristiana de la encarnación queda zanjada en
Calcedonia en el 451 de nuestra era, y con ello se define uno de los más
grandes dogmas de los cristianos, aceptados por las diferentes iglesias
católicas (ortodoxas, romanas), protestantes (luteranas, calvinistas,
bautistas, anglicanas) y evangélicas (pentecostales, neopentecostales, etc.) a
lo largo de la historia.
La doctrina de la encarnación, básicamente consiste
en que Dios se hizo hombre. Sí, el mismo Dios que en el capítulo anterior
estaba apartado del hombre en una relación de alteridad radical, ahora se
vuelve uno de nosotros.
Pero lo que no intuyeron los obispos de Calcedonia
ni las generaciones de cristianos posteriores son las implicancias teológicas
de la doctrina de la encarnación bajo otros paradigmas filosóficos (como el de
la posmodernidad, por ejemplo).
“La
doctrina cristiana, al hablar de encarnación, habla de un dios que se hace
hombre, y que se hace hombre por el hombre, da a éste una idea que confina con
la de Dios: tocar al hombre es tocar a Dios. Por la idea de la encarnación, el
cristianismo da la idea de que el hombre merece la misma atención que merece
Dios, e incluso mayor: el hombre, ser amenazado, siempre corre el riesgo de
perderse. Dios no”[14].
En el párrafo anterior, el teólogo y filósofo
jesuita Adolphe Gesché deconstruye la doctrina de la encarnación
resignificándola a extremos tales en que la alteridad radical del Antiguo
Testamento queda diluida a tal punto que termina por desaparecer. Dios al
hacerse hombre, lo diviniza y lo vuelve un dios. El cristianismo de la
encarnación desarrolla lo que se puede designar como una “antropología
teologal” donde el hombre ocupa la posición central, ya que la grandeza de Dios
es ahora la grandeza del hombre.
Con la encarnación, la relación Dios-hombre cambió
radicalmente. Ya no existe esa separación omnímoda del Antiguo Testamento, sino
que una relación dialéctica. Tanto Dios como el hombre se “intersignifican”. En
el monoteísmo no hay espacio para otros dioses, pero si queda espacio para el
hombre quien se convierte en el “otro de Dios” y Dios es el “otro del hombre”.
Esta relación no es como la de Lo Uno de Plotino o del Motor Inmóvil
Aristotélico que ignoran al hombre, sino que Dios es Dios porque no es hombre,
y el hombre es hombre porque no es Dios, y que por osmosis, ambas naturalezas
se mezclan en la doctrina de la encarnación.
Cuando en el Nuevo Testamento, se dice la frase “Ecce
homo” (“Aquí está el hombre”), es a Dios a quien se ve. Sobre lo anterior, ya
en la Antigua Grecia como por ejemplo en la Teogonía se asociaba la piedad (ευσέβεια)
para con los dioses con la justicia (diké) como si el respeto para con los
dioses tuviera que ir a la par con la justicia para con los hombres [15].
La
resurrección.
Al morir Jesús en la cruz, el cristianismo
narrativamente asesina a su dios. Es por ello que es correcto afirmar que el
cristianismo es la religión de la muerte de Dios, al menos desde lo estrictamente
literario, claro.
Y también el cristianismo luego de matar a su dios,
lo resucita. Así al menos indica el credo apostólico, oficial en todas las
iglesias que declaran ser fieles a la biblia y a los 7 concilios ecuménicos, es
decir, las iglesias católicas y protestantes históricas que reclaman sucesión
apostólica.
Pero, ¿qué es la resurrección?, desde un punto de
vista naturalista es algo que no ocurre, nunca ha ocurrido, y probablemente
nunca ocurra. Además, sólo los evangelios relatan dicho evento y sabemos que no
son una fuente historiográfica confiable según nuestros criterios de la
Historia.
Sin embargo, la resurrección configura la fe de
millones de personas no solo de nuestra época sino durante casi dos milenios.
Jesús fue un ejecutado político por Roma, al haberse
declarado “Rey de los judíos”. Al menos es lo que indican los escasos datos de
los evangelios que podrían considerarse “históricos”, tales como el hecho de
haber sido crucificado o el llamado “Titulus”, que fue el cartel que colgaba en
la cruz y que indicaba el motivo de su ejecución. Además, una semana antes de
su muerte, los evangelios indican que Jesús hizo una entrada triunfal en
Jerusalén[16]
y atacó el sistema de sacrificios adosado al Templo, de los cuales sus
dirigentes obtenían grandes ganancias económicas.
El castigo de la cruz, se reservaba para aquellos
enemigos de Roma, para los esclavos, para los libertos de las provincias, para
aquellos a quienes se quería humillar, ya que la ejecución era pública. Se
desnudaba a la víctima para humillarla aun más. El cadáver por lo general se
dejaba en la cruz para que fuera devorado por los buitres o se arrojaba a una
fosa común donde los perros y animales salvajes hacían lo suyo, y en el caso de
Jesús, es muy probable que eso último sea lo que haya ocurrido.
Y Dios resucita a ese sedicioso contra el poder
imperial de Roma según el relato de los evangelios. Por ello el teólogo Xabier
Pikaza escribe que: “La resurrección de
Jesús no es un acontecimiento privado, sino el comienzo de una historia de
resurrección que comienza en las fosas comunes y en los cementerios sin gloria
ni nombre de los expulsados de la historia humana, de los que mueren de hambre
injusta o de injusticia del sistema, sin que nadie les entierre dignamente”[17].
Y luego agrega que: “Dios trasforma la muerte del justo en
victoria de Vida. Desde ese fondo puede leerse el relato simbólico de Mt
28, 1-4 que evoca la acción definitiva de Dios, que ha empezado a romper las
tumbas de la vieja historia de muerte, para ofrecer de esa manera una esperanza
a los crucificados y muertos de la historia (cf. Mt 27, 51-53). Es muy difícil
asegurar lo qué pasó físicamente con su cadáver, pero, según la tradición que
hemos evocado, Jesús «bajó a los infiernos», entró hasta el fin en el reino de
la podredumbre y muerte, para iniciar desde allí un camino de pascua (cf. 1
Pedro 3, 18-22). Histórica y teológicamente, lo que importa no es una
desaparición físico-biológica de su cadáver, sino la experiencia de vida y
presencia de Jesús entre sus seguidores. Por eso, cuando los textos evangélicos
a partir de Marcos 15, 42-16, hablan de una tumba honorable del
Mesías, no están hablando de un hecho físico, sino de un misterio de fe: Dios
mismo ha recogido a Jesús desde el abismo de la muerte, en la que ha penetrado,
siendo enterrado con los crucificados y expulsados de la historia. El santo
entierro de Jesús es el entierro de los muertos sin nombre, arrojados día a día
al pudridero de las cunetas de la historia”.
La resurrección, desde un objetivo teleológico, no
quiere contarnos la historia de un cadáver reanimado, sino que nos quiere
contar la historia de un hombre que ha muerto, y que no ha muerto en vano. Que
es un hombre justo y que Dios se encarnó en él, y Dios murió con él, y Dios lo
resucitó, y con él resucitan todos aquellos marginados y olvidados, aquellos
que son oprimidos y tratados injustamente, los pobres a merced de los
poderosos. El mensaje de Dios en el relato de la resurrección es evidente: “Yo
soy el Dios de los que sufren, y ellos serán conmigo”. Es Dios
haciéndose uno con el hombre.
Conclusión
Dios existe, al menos desde el lenguaje y como tal,
configura las experiencias de los creyentes en lo que ellos llaman “fe” y sus
creencias como tales tienen consecuencias en su psiquis y en su vida cotidiana.
La idea de Dios es metafórica, es un símbolo que necesita
ser resignificado permanentemente y actualizado. Desde la idea premoderna
teísta hasta concepciones posmodernas actuales, el hombre requiere darle
sentido existencial a la idea de Dios. ¿Para qué me sirve Dios? Parece ser la
pregunta que la modernidad planteó al crear el mito hegeliano del progreso
ilimitado, que sabemos cayó en descrédito tras la posguerra. Pues es la
posmodernidad la que se hace cargo, no solo de responder las interrogantes que
la modernidad provocó en su declive, sino que también de rescatar los símbolos
y mitos arquetípicos del pasado y traerlos a nuestro presente dándoles un
enfoque hermenéutico distinto que nos permita siempre mantener los intentos interpretativos
abiertos y nunca clausurarlos con una interpretación única, cerrada y
definitiva; de mantener “vivo el sentido”.
Permanentemente el hombre hace relecturas de sus
mitos, de su concepción de la existencia y de su idea de Dios. En nuestro caso,
sabemos hoy que la idea de Dios, y con ello nuestros mitos, la construimos
desde nuestros contextos sociales y culturales de pertenencia, con el fin de
hacerlas pertinentes y relevantes a nuestra existencia. Resignificar a Dios
desde el colectivo humano, pero no a cualquier colectivo humano, sino como
apunta el párrafo final del apartado anterior, los necesitados y oprimidos, es
hacer justicia a toda una tradición bíblica y teológica que nace con el Éxodo,
cuando Moisés es enviado a rescatar de las garras del faraón a los esclavos
hebreos. Es el Dios de los pobres, de los excluidos quien toma parte activa por
ellos, identificándose a tal punto, que se convirtió en uno y murió como uno.
Darle un sentido colectivo a la idea de Dios, es a la vez un acto
revolucionario en el Occidente actual, donde el individualismo salvaje impera
en todas las áreas de la vida, incluso las teologías evangélicas han llegado a
hablar de un “dios personal”. El mensaje de Jesús (evangelio), tal como decía
José Severino Croatto, es contracultural, ya que hablar de Dios como
metáfora de los marginados del sistema
es ir en contra de todas las ideologías políticas, económicas, filosóficas e
incluso teológicas existentes, y que son funcionales a los poderosos de turno.
Resignificar a Dios desde el colectivo humano, es
hacer teología desde nuestra propia insuficiencia, desde nuestra fragilidad, y
por sobre todo, desde nuestra angustia. Y es por esta razón que el horizonte de
significación de la idea de Dios es cultural, histórico, subjetivo, y por lo
tanto, totalmente falible.
Quiero cerrar con parte de un texto que fue
publicado en marzo de 2015 en un blog de Internet denominado “Religiosidad y
política” cuyo autor es quien escribe, y que en otro lenguaje, grafica el grado
de proximidad e identificación que el mismo texto bíblico realiza sobre la
relación Dios-Hombre, ponga especial atención al texto en negrita.
“En cambio, el
capítulo 25 del evangelio de Mateo, que es el contexto inmediatamente
posterior, nos sitúa tres parábolas en orden (en estricto rigor son dos, ya que
la primera de las tres parábolas es parte del capítulo 24), pero es el
realmente importante de dicha unidad literaria, el capítulo 24 es una
introducción, y el capítulo 25 contiene el desarrollo y desenlace:
- El
criado fiel y el criado infiel (Mt 24: 45-51)
- La
parábola de las diez muchachas (Mt 25: 1-13)
- La
parábola del dinero (Mt 25: 14-30)
Las
tres parábolas tienen el mismo esquema, coloca en posición de oposición a dos personas
o grupos de personas, con una misión específica, y que deben cumplirla a la
espera de alguien que llegará que tiene autoridad sobre ellos. Una de los
grupos de personas cumple con lo encomendado, y el otro grupo no; el grupo que
cumple es recompensado y el grupo que no, es castigado.
Hasta
ahí todo bien, los que cumplen son recompensados (los buenos), pero los que no
cumplen (los malos), son castigados, nada de qué sorprendernos.
Pero
la perícopa siguiente rompe todo, llamada “el juicio a las naciones” (Mt 25:
31-46), esta perícopa nos muestra la clásica imagen del juicio cuando se
separan a buenos y malos. Ahora, los buenos y malos siendo separados
para recompensa y castigo, las “ovejas y las cabras”.
Las
ovejas son puestas a la derecha y el Rey les dice lo siguiente:
Pues
tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber;
anduve como forastero, y me dieron alojamiento. Estuve sin ropa, y ustedes
me la dieron; estuve enfermo, y me visitaron; estuve en la cárcel, y vinieron a
verme.
Y
las ovejas (en el texto son llamados “los justos”) se sorprenden, porque no
tienen conciencia de haber hecho lo que el Rey les dice. El Rey apela a la
humanidad con que actuaron para con el prójimo, y les indica explícitamente que
ese es el motivo por el cual son “salvos”. Aquí el texto no nos dice que las
ovejas (los buenos) hayan sido quienes cumplían al pie de la letra con los
preceptos religiosos, solo nos informa que son los que actuaron con humanidad.
Dicho
esto, el Rey se acerca a las “cabras”. Estas cabras no son gente mala, de hecho
dentro de las cabras, hay gente muy religiosa que diezmó sagradamente, que
cumplió todos los preceptos de su fe, que iba a su congregación y participaban
activamente de ella. Pero el Rey les dice que son castigados, no por no haber
cumplido los preceptos religiosos, sino por su falta de humanidad.
Como
en las tres parábolas anteriores a este cierre, la gente hace o no hace lo que
se espera de ellos. Es muy probable que el criado fiel, que el de los diez mil
talentos, o algunas de las 5 vírgenes previsoras hayan estado dentro de las
“cabras”. No basta con hacer lo que se espera de nosotros, simplemente basta
con actuar con humanidad ante las situaciones de injusticia.
Las ovejas no fueron salvas por ser religiosas, fueron salvas porque actuaron
con amor, asistieron a su prójimo, y acompañaron a su prójimo.
Usted
puede ser muy religioso, no faltar ningún domingo a su iglesia, diezmar
siempre, pero si no tiene amor por el prójimo, y no actúa con humanidad, se va
a quedar con las cabras. La característica de las ovejas fue el amor y
humanidad, no su religiosidad [18]”.
[1]
Juan 10:34
[2]
Tácito, Ann. IV, 37–38 y 55–56
[3]
Frazer, Totemism and exogamy, Londres, 1910, vol. I, p. 141
[4]
Bentué, Dios y dioses, Santiago, 2004, p. 26.
[5]
Freud definía el narcisismo como “omnipotencia deseo”, cf., por ejemplo, Animismo, magia y omnipotencia de las ideas,
Madrid, 1967, Obras completas, vol II, p. 551 y ss.
[6]
Summa theologiae, Tomás de Aquino.
[7]
Plotino, Eneadas, textos esenciales, Buenos Aires, 2007, p. 28 y ss.
[8]
Brueggeman, Teología del Antiguo Testamento, Salamanca, 2007, páginas 312 y ss.
[9]
Martins, Historia del Pueblo de Dios, p. 169
[10] Martins,
Historia del Pueblo de Dios, p. 171-172
[11] Martins,
Historia del Pueblo de Dios, p. 173
[12] Martins,
Historia del Pueblo de Dios, p. 173
[14]
Gesché, La Paradoja del cristianismo (Dios entre paréntesis), Salamanca 2011.
P. 55
[15]
Bruit-Zaidman, “Le commerce des dieux, Eusebeia, essai sur la pieté en Grece
ancienne”, Paris, 2001
[16]
José Antonio Pagola en “Jesús, Aproximación histórica” establece
la posibilidad de que la entrada de Jesús en un asno sea una sátira a las
entradas triunfales que hacen los funcionarios romanos a las ciudades, montados
a caballo y recibiendo honores. P. 369 y 370.
[17]
http://2006.atrio.org/?p=176
[18]
http://blogdericardomeza.blogspot.cl/2015/03/las-ovejas-y-las-cabras.html