martes, 6 de diciembre de 2016

El territorio como factor en la expansión o contención del cristianismo entre los siglos I y VII.

Introducción

La teoría marxista de la cultura postula que el surgimiento de la cultura es una evolución unilineal que nace del control de los medios de producción y la acción del hombre sobre los recursos del medio ambiente, resultando la cultura apenas un epifenómeno de lo mencionado anteriormente. Siendo las primeras las denominadas “infra estructuras” como por ejemplo las actividades netamente productivas, y las construcciones sociales tales como el derecho o la religión, son denominadas “súper estructuras” (Eiroa, 2002, pág. 12).

En el libro “Choque de civilizaciones”, el autor Samuel Hungtington plantea que los límites civilizacionales, o culturales, corresponden a los límites entre la expansión de las áreas de influencia de las grandes religiones mundiales. Es por ello que este estudio busca analizar el factor territorio en el ascenso y fracaso de la religión que marca las culturas de Occidente y Latinoamérica: el cristianismo.

Contrario a la teoría marxista de la cultura, y más en línea con las tesis de Toynbee y Hungtington, es posible que la religión (súper estructura) no sea un epifenómeno (como rasgo de la cultura) del control de los medios de producción sino que sea un elemento fundante y que delimite las distintas áreas culturales.


Es por esta razón que el análisis de la geografía física de la Europa Mediterránea, y de su geografía humana, nos permiten extraer rasgos que propiciaron el éxito en la expansión del cristianismo, y por el contrario, explicar su fracaso en Oriente. Hay elementos de la geografía que permiten inferir movimientos de resistencia al interior del cristianismo occidental, marcados justamente por la dicotomía del territorio donde se asientan. 

Claramente el fracaso o éxito del cristianismo es una cuestión multifactorial, sólo se pretende dar valor a uno de estos factores, la geografía.


Comunicaciones en el Imperio



Durante las primeras centurias de nuestra era, una característica de la zona controlada por el Imperio Romano es la movilidad entre lugares distantes, viajar en esta época era más fácil de lo que nunca antes había sido. Los romanos habían construido grandes calzadas que comunicaban a todas las provincias y ciudades del Imperio, y el constante patrullaje reducía los peligros de asaltantes. Lo mismo ocurría por mar, el dominio del “Mare Nostrum” por parte de Roma mantuvo el Mediterráneo libre de piratas. Un sistema de monedas único era usado en todo el imperio, y culturalmente, un hablante de latín o griego podía comunicarse en cualquier lugar usando cualquiera de esos idiomas. (Stambaugh, J.; Balch, J., 1993, págs. 43-44).

Las calzadas romanas estaban empedradas por lo que soportaban el desgaste de las carretas y el flujo constante de peatones y caballos (Stambaugh, J.; Balch, J., 1993, pág. 44). Los viajes en barco eran mucho más rápidos, siendo la ruta favorita desde Palestina a Roma la que salía desde Alejandría en Egipto, ruta que tenía un tiempo de viaje de apenas 10 días (Stambaugh, J.; Balch, J., 1993, pág. 45).



Las cartas podían viajar fácilmente desde un punto a otro del imperio a pesar de las grandes distancias, por el control político y militar de toda la cuenca del Mediterráneo. Este hecho es crucial en el ascenso del cristianismo, ya que buena parte de lo que conocemos del cristianismo temprano del primer siglo viene de los documentos cristianos más antiguos que conservamos y que están datados entre el 50 DC y 60 DC y son justamente del género epistolar (Vidal, 2008, págs. 101-108).

El cristianismo, una religión urbana.

Según la tradición, Pablo fundó varias iglesias en las ciudades de Grecia. Y es abundante su epistolario precisamente a iglesias del mundo griego. La expansión del cristianismo por intermedio de Pablo y otros misioneros anónimos parece haber seguido la ruta de la Vía Egnatia en Grecia, al menos hasta Tesalónica (Vidal, Pablo, de Tarso a Roma, 2007, pág. 107), iglesia a la que fue dirigida la primera epístola del cristianismo y el texto cristiano más antiguo conservado del 50 de nuestra era, La Epístola a los Tesalonicenses (Vidal, Iniciación a Pablo, 2008, pág. 101).



La importancia de la Vía Egnatia, es que nace en la ciudad portuaria de Dyrrachium y termina en la ciudad de Bizancio, atravesando lo que hoy es Albania, Grecia, Macedonia y Turquía en un eje Oeste-Este, comunicando Roma con el Oriente a través de un puente marítimo en el Adriático. Siguiendo el sentido inverso, desde Bizancio a Dyrrachium es que el cristianismo llega a Europa (Bornkamm, 2002, pág. 91).

Una vez en Europa, el cristianismo muta y se transforma. Pasa de ser la religión de los ambientes rurales de Galilea desde donde nace, a una religión de ciudades, cambiando totalmente su paradigma. Al urbanizarse el cristianismo se permea con la cultura grecorromana, se hace una religión de templos y jerarquías (sacerdotes, curia, estructura administrativa, etc.), muy distinta a las prédicas sencillas y bucólicas de Jesús que apelaban al conocimiento y la realidad de sus oyentes: el campo (Porter, 2008, pág. 137)

Los ambientes urbanos del imperio modelan el cristianismo, tal es el caso de que no se propagó por las zonas rurales del imperio, concentrándose casi en exclusiva en sus zonas urbanas. A tal punto es gráfico lo anterior, que el vocablo latino “pagi” que se usaba para referirse a los habitantes de zonas rurales, derivó en “pagano” para indicar que esa persona no era cristiana (Anónimo, 2016). Y de esto nos damos cuenta en la estructura cristiana que se articula en diócesis que ejercen como cabezas de provincia en las ciudades capitales (MacCullogh, 2012, pág. 228), comandadas por un obispo con un clero a su servicio, replicando el modelo imperial de organización administrativa (MacCullogh, 2012, pág. 228). Toda la vida cristiana, era la vida de la ciudad. De hecho el mayor pensador cristiano que dio su historia y el más influyente a la vez, Agustín de Hipona, creó una analogía usando la figura de la ciudad para referirse a la manifestación excelsa de lo que él entendía como el clímax del cristianismo, le llamó “Ciudad Celestial”, en el libro “La Ciudad de Dios”.

La asociación del cristianismo con la urbanidad, también alteró las funciones obispales quienes no solo eran los líderes de congregaciones pequeñas, casi familiares, sino que dominaban extensos territorios e intervenían en las políticas locales. Y su opinión ya no solo se limitaba a los asuntos de su congregación sino que también se iban asimilando sus funciones a las de los magistrados oficiales del Imperio Romano, considerándoseles “gobernantes mundanos”. Lo anterior, la idea cristiana occidental urbana lo asimiló de tal manera, que el antiguo vocablo latino “cathedra” asociado con anterioridad a los maestros de educación superior terminó usándose para designar el trono donde se sentaba el obispo, y a la iglesia urbana donde se asentaba dicho trono se le denominó “catedral” (MacCullogh, 2012, pág. 228). Estos edificios fijaron el carácter de los obispos como políticos y estadistas y tomaron su modelo se la administración secular (MacCullogh, 2012, págs. 228-229).
Las grandes sedes arzobispales y papales tomaron prestado el nombre del griego “basilios” (rey) y fueron denominadas “basílicas”, para hacer denotar su carácter regio. Las basílicas fueron concebidas como el modelo de la perfección de la comunicación con Dios (MacCullogh, 2012, pág. 229).

Los cristianos que vieron que su religión se había urbanizado y acomodado con las clases dirigenciales del Imperio, en señal de protesta tomaron el sentido inverso y abandonaron los núcleos urbanos cristianos. La vinculación ciudad-cristianismo por primera vez se desafiaba en los territorios del Imperio Romano, invadiendo esta vez los espacios geográficos alternos, surgen los monjes eremitas (del griego “eremos” que designa a los páramos deshabitados) y ascetas. Y esto debido a que mientras se urbanizaba la Iglesia y más se acercaba al poder político, más patente se hacían las diferencias que la misma Iglesia tenía con el mensaje de pobreza y abandono de Jesús. Este movimiento monacal se desarrolla al margen de los núcleos urbanos del Imperio, al margen del poder, donde el espacio geográfico es incontrolable y no hay acción antrópica que modelen los territorios, es una rebelión silenciosa que clama desde el hostil desierto, un llamado a la pureza de la fe cristiana. Los primeros monjes eremitas de los que la historiografía nos da noticias son Antonio Abad y Pacomio, en los siglos III y IV respectivamente. Ambos se retiraron al desierto de Egipto y marcaron el siguiente desarrollo del cristianismo, los monasterios (MacCullogh, 2012, págs. 235-238). Surge entonces dentro del mundo cristiano la siguiente dicotomía: Iglesia-ciudad-poder versus Eremitas-desierto-pobreza, siendo el territorio (ciudad, desierto) el elemento más llamativamente diferenciador y que marca la resistencia de los últimos.

La expansión a Oriente, el fracaso.

La iglesia oficial que se urbanizó en Occidente y se afincó con el poder político imperial, no se expandió en la Península Arábiga, al contrario, fueron los grupos considerados como herejes quienes se fueron al desierto árabe, expulsados de la oficialidad imperial. Estos grupos, monofisitas[1], diofisitas[2], miafisitas[3],  y otros, nunca contaron con el favor real tanto en Arabia como en Persia, y tampoco encontraron núcleos urbanos importantes como si lo hizo la Iglesia Oficial en el templado Occidente Mediterráneo (MacCullogh, 2012, págs. 265-288).

Alrededor del 560, con el apoyo del Reino cristiano de Etiopía, un reyezuelo local, Abraha, fundó en el Yemén un reino cristiano miafisita. Éste podría haber sido el futuro del cristianismo en Arabia de no ser por una gran catástrofe de la ingeniería: en la década del 570, la antigua presa del Marib, en la que se fundaba la prosperidad agrícola de la desértica región del Yemén,  y que había sido reparada bajo el mandato del rey Abraha, sufrió una avería desastrosa. Una sociedad compleja y rica que había florecido bajo el regadío suministrado por la presa, quedó devastada para siempre, y con el derrumbamiento de la milenaria presa debió perecer toda la credibilidad del cristianismo en Arabia (los árabes pensaron que el cristianismo les había traído mala suerte) (MacCullogh, 2012, pág. 279).
El clima desértico, la falta de agua, la inundación y la consecuente destrucción de poblados, el decaimiento de la agricultura en el Yemén, y la migración forzada de cincuenta mil personas tras el desastre marcaron a fuego el recuerdo de los reinos cristianos en la zona, al punto que el Corán menciona en alguna de sus suras que “Saba (Yemén) fue castigada por su infidelidad(MacCullogh, 2012, pág. 279)[4].



El cristianismo en la península arábiga no pudo arraigarse. Fracasó en su lugar de nacimiento, dando paso a la furia del Islam, la religión de los beduinos coraisquitas de La Meca. La sociedad arábiga era muy consciente de la catástrofe ecológica de Marib. Los viajeros que acudían al sudoeste de la península veían con sus propios ojos una sociedad mortecina, incapaz de recuperarse después de haber gozado de fama y riqueza en toda la región durante siglos (MacCullogh, 2012, pág. 289). Esta catástrofe que puso en descrédito al cristianismo, más los conflictos religiosos, el orgullo ancestral del lugar sagrado de La Meca, y el castigo de Dios al Yemén por su infidelidad, permearon la mente del hombre árabe para que aceptara la sumisión ofrecida por el profeta Mahoma, el Islam (literal: sumisión) y explican el contexto histórico y geográfico que facilitó el rápido ascenso de esta religión. El territorio, para bien o para mal, marcó el destino del cristianismo en Oriente de forma contraria a como lo hizo en Occidente.



Conclusión.

Es posible afirmar que el territorio fue factor en el ascenso del cristianismo en Occidente, las grandes obras de ingeniería romanas modificaron el espacio de tal modo que en poco tiempo una religión de campesinos galileos se convirtió en el epítome del poder imperial y en su herencia más palpable una vez la vieja Roma fue arrasada por los bárbaros. El cristianismo, junto con el Islam, fue el reservorio de la cultura grecorromana y que posteriormente permitió el Renacimiento. Todo a través de una red de carreteras que permitieron el rápido traslado de un lugar a otro, y con ello las ideas viajaron con la misma celeridad.

Hay diferencias sustanciales entre el cristianismo central, urbano, con espacios modelados por el hombre y climas templados, a diferencia del cristianismo de resistencia, periférico, en zonas desérticas donde la supervivencia es dura y modeló al eremita como modelo del santón cristiano por excelencia.

Cuando se compara la urbanización en Occidente, versus el desierto en Arabia, se entiende que el cristianismo oriental haya tenido pocos núcleos urbanos donde desarrollarse, y con el desastre ecológico que ocasionó el derrumbe de la Presa del Marib, donde el territorio yemení fue fuertemente modificado, explica el contexto que causa el ascenso del Islam y el fracaso de la pretensión cristiana de ser la religión hegemónica en Arabia. Pocas ciudades y mala propaganda.

El desarrollo del cristianismo como fenómeno urbano dentro de los límites del Imperio Romano parece indicar que es el territorio que favoreció su expansión y ascenso (la comparación con la desértica Arabia es evidente) siendo un factor importante en su triunfo posterior como religión única del Imperio tras Teodosio.

Bibliografía

Anónimo. (20 de 10 de 2016). Wikipedia. Recuperado el 22 de 11 de 2016,
Bornkamm, G. (2002). Pablo de Tarso. Barcelona: Sígueme.
Eiroa, J. (2002). Sobre el origen del urbanismo y del modelo de vida urbana en el Viejo y Nuevo Mundo. Murcia: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Murcia.
MacCullogh, D. (2012). Historia de la cristiandad. Barcelona: Debate.
Porter, J. (2008). Jesucristo. Barcelona: Blume.
Stambaugh, J.; Balch, J. (1993). El Nuevo Testamento en su entorno social. Bilbao, España: Descleé de Brouwer.
Vidal, S. (2008). Iniciación a Pablo. Santander: Sal Terrae.
Vidal, S. (2007). Pablo, de Tarso a Roma. Santander: Sal Terrae.



[1] Grupo de creyentes que fueron considerados como herejes tras el Concilio de Calcedonia en el 451. Creían que Jesús tenía solo una naturaleza, la divina; en contraste con el cristianismo oficial quienes creían que Jesús tenía dos naturalezas, la humana y la divina.
[2] Grupo de creyentes que fueron considerados como herejes tras el Concilio de Éfeso en el 431. Creían que Jesús tenía dos naturalezas, la humana y divina pero separadas como dos personas distintas; en contraste con el cristianismo oficial que creía que ambas naturalezas se encontraban en unión hipostática.
[3] Grupo de creyentes que fueron considerados como herejes tras el Concilio de Calcedonia en el 451. Creían que Jesús tenía una sola naturaleza humana y divina a la vez; en contraste con el cristianismo oficial que creía que Jesús tenía dos naturalezas (humana y divina) en unión hipostática.
[4] Pueden consultar: M.A.S. Abdel Haleem, The Quran: a new translation, Oxford, 2004, p. 273 (34.16) (traducción al castellano El Corán, de Juan Vernet, círculo de lectores, Barcelona 2002). 

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